domingo, 3 de octubre de 2010

Revisión Médica

¡Que viene el padre Sebastián!

Era la señal de alerta por la cual todos los chavales sabíamos que el peligro no andaba lejos. Era una época en la que nuestro comportamiento en el colegio distaba mucho de ser espontáneo, gracias, en parte, al espíritu enderezador de conductas torcidas que el padre Sebastián prodigaba con entusiasmo.

Aquel día su presencia no obedecía a la necesidad de reprender cariñosamente a ninguno de los alumnos. Nos reunió a toda la clase de sexto para comunicarnos que al día siguiente tendríamos la revisión. Como cada año. El doctor Saladrigas nos medía, nos pesaba, nos ponía unas figuritas lejos y nos preguntaba si las veíamos bien (por supuesto), nos acercaba su reloj al oído y preguntaba si oíamos bien (claro que sí), escuchaba el corazón y nos palpaba la barriga. Pero este año iba a ser diferente. Porque ya éramos mayores. Y la revisión incorporaba un elemento nuevo: además de la barriga, nos iban a palpar la pilila. Creo recordar que dijo pilila. Lo dijo bajito, como con vergüenza. Pero nadie se atrevió a hacérselo repetir. Añadió la consabida advertencia de que nos portáramos bien, etc etc y se acabó la reunión.

Al día siguiente la revisión nos permitía saltarnos la clase de historia, lo cual fue un motivo de celebración (sin gritos, no se nos fuera a notar que estábamos contentos). En fila de a dos bajamos las escaleras hasta el aula de mecanografía, donde el doctor Saladrigas nos esperaba. Parecía muy mayor, mucho. Cada año parecía muy mayor. Pero lo más triste es que daba la sensación de que él no era capaz de distinguir las figuritas que nos invitaba a mirar. Incluso se corrió el rumor de que en una ocasión su reloj estaba estropeado y toda una clase pasó el examen diciendo que oían perfectamente, sin que se diese cuenta.

Nadie parecía indiferente ante el nuevo examen. Unos, nerviosos, preguntaban si dolería. Otros, los cuatro bocazas de siempre, aparentaban suficiencia diciendo que preferirían que fuera una doctora (hay que hacer notar, por si el lector no lo había deducido, que la acción transcurre en un colegio religioso masculino, en una clase de niños de once años. Hasta los diecisiete años no compartí pupitre con una chica, pero esa es otra historia). Pues a lo que íbamos, los bocazas fantaseaban con la admiración que despertaría en la hipotética doctora la visión de su cosita (yo se la había visto al Robles en el patio, el día que se la enseñó a sus incondicionales, y tampoco había para tanto) y yo no recuerdo si estaba nervioso o no, pero sí me acuerdo de que me estaba meando.

Lo que me empezó a mosquear fue ver que al acabar la revisión normal, nos hacían pasar solos al despacho contiguo, y cerraban la puerta. Eso no era normal. La revisión siempre había sido una especie de acto social. Medían al Murillo, el pequeñajo de la clase y, por supuesto, era motivo de chanza. Pesaban al Menéndez, y claro, todos poníamos en duda que la báscula resistiese. En la prueba ocular, los que llevábamos gafas teníamos una nueva oportunidad de constatar que si veíamos era gracias a nuestros cuatro ojos. En fin, era un momento de exaltación colectiva de la salud, donde imperaba la complicidad y la camaradería como en cualquier clase que se preciara. Pero la nueva prueba se hacía en solitario. ¿Cómo nos podríamos reír del que la tuviera pequeñita, o torcida u operada de fimosis?

Ocupado en esos pensamientos llegó mi turno. A decir verdad, del despacho no se oían lloros y los que salían no ponían cara de dolor, así que doler, probablemente no dolía. Después de comprobar que seguía tan delgado como siempre (¡aunque había crecido un poco!) y de confirmarle al Dr Saladrigas que oía bien su reloj, pasé al despacho.

Mi vejiga estaba al límite de su aguante. Yo sabía que salir de la fila debía de justificarse muy bien, y nunca se me hubiera ocurrido levantar la mano para ausentarme por una tontería como que tenía pis. Así que recé (en aquella época lo hacía a menudo) pidiendo unos minutos más de tregua. Había un médico casi tan mayor como el Dr Saladrigas sentado en una silla y…¡el Padre Sebastián!. ¿Qué hacía en el despacho?. Normalmente no estaba en las revisiones, había otros profesores para hacerse cargo de nosotros. ¿Qué sentido tenía su presencia? ¿Había algo que no nos habían contado?

El médico me pidió que me bajara los pantalones y los calzoncillos y empezó a explorarme. Pero no sólo la pilila, también las bolitas. Eso no lo habían avisado. Y el Padre Sebastián, detrás del médico, en una mesa, haciendo como que escribía, pero mirando de reojo. De pronto, el doctor mayor hizo una pregunta que tampoco estaba en el guión.

¿Cuántas bolitas tienes?

Tragué saliva. Yo, que normalmente era lento de reflejos, me veía obligado a pensar rápido. ¿Él no lo sabía?. Descarté de inmediato esta posibilidad. ¿Quería saber si yo lo sabía? Podía quedarme callado, pero seguro que se esperaba de mí una respuesta. Pero estaba el Padre Sebastián, y claro, yo no podía decir LA RESPUESTA. Por supuesto, yo ya sabía desde hacía tiempo que tenía dos. Y más cosas. Pero si es Padre Sebastián sabía que yo lo sabía, sospecharía que me había tocado. Aún recuerdo el bofetón que le pegó al Menéndez cuando le pilló en el water meneándosela. Llamó incluso a sus padres. Si yo decía "Dos" a lo peor el Padre Sebastián llamaba a mis padres para sugerir que tal vez sabía demasiado porque me tocaba a escondidas (y me preocupaba que me acusase de una falsedad, porque en aquel tiempo yo no me había tocado más que para hacer pís, que por cierto estaba ya que no sabía cómo ponerme).

En pleno derroche de velocidad de mis tiernas neuronas, mientras que el médico no dejaba de jugar con mis bolitas, concluí que lo mejor era pasar por tonto, que era la alternativa menos mala, o al menos así me lo pareció.

Creo que tres…-respondí- el médico levantó la vista para mirarme con una expresión de beatífica incredulidad- y añadí para que no quedaran dudas sobre mi tontez- ....como todo el mundo!.

Pues no! -respondió con la misma parsimonia con que me toqueteaba- tienes dos. Has de fijarte mejor en estas cosas.

Me dejó vestirme y suspiré aliviado. El Padre Sebastián no había dicho nada. Cuando salía, corriendo, creí oir risas en el despacho mientras seguía rezando por llegar a tiempo al lavabo...


domingo, 12 de septiembre de 2010

Soy yo...

Parecía más viejo de lo que era. Miraba la televisión, aunque con la mirada perdida. En la sala vacía, él miraba la televisión, sentado en su silla de ruedas. Las cuidadoras lo traían después de la siesta, porque creían que le gustaba esa serie donde salía ese actor tan estupendo en su papel de cirujano. Él sólo miraba, más allá de la pantalla, más allá de la serie, con la mirada perdida. Los otros residentes preferían estar en el jardín. Él no.

Los estragos de la enfermedad hacia tiempo que habían limitado su capacidad de comunicación con el mundo real. Su mundo era la tele. Su mundo era aquella serie.

Por la puerta entraba una visita. Un joven alto, de aspecto estupendo, las cuidadoras abrían unos ojos como platos, lo miraban de reojo, le sonreían con una sonrisa cómplice, era el de la tele, era el de la serie, él les sonreía amable. Como cada semana cuando tenía un alto en el rodaje venía a verle, a la sala vacía, y buscaba su mirada perdida, la que miraba la tele, la que miraba la serie, la que miraba más allá, intentando vanamente que le reconociese.

Unos años atrás, la discusión previsible:¿actor?, hijo, dedícate a algo serio, medicina, derecho, hay tantas cosas que podrías hacer...

En la sala vacía, el joven miraba a su padre. Su padre no le miraba a él, miraba la tele, miraba la serie, tal vez le gustaba....

domingo, 4 de julio de 2010

¡ Estoy harta !

- ¡Ya no puedo más, ya está bien, a ver si me ayudas un poco!

La leona se había cansado de trabajar. Además estaba muy enfadada. Le estaba gritando al león, y él no parecía especialmente preocupado.

- Te pasas las horas tumbado a la sombra del arbolito, mientras yo tengo que correr a buscar la comida. Siempre igual. ¿No te da vergüenza?

El león la escuchaba acostado sobre la hierba, mientras espantaba algunas moscas con el rabo. Intentó calmarla:

- No te enfades gatita mía. ¿Qué pensarán los otros animales si te oyen?.
- ¿Pues qué quieres que piensen? : que eres un inútil. Que te pasas la vida medio dormido a la sombra sin hacer nada. ¡El gran rey de la selva, con su melena y sus rugidos! ¡Nada de nada!. ¡Un gandul, eso es lo que eres!. Cuando nos casamos pensaba que sería diferente, que compartiríamos el trabajo. ¡Pero es que ahora tengo que hacerlo todo yo!. Y cuando llego por la noche cansada de correr detrás de los antílopes y las gacelas para que nuestros cachorros coman algo, encima me pides que te traiga la cena. ¡Menudo descaro!. ¡Sólo me falta espantarte las moscas con mi cola, porque hasta eso te supone un gran esfuerzo!
- Pues ahora que lo dices...
- ¿Sabes que te digo?. Que se acabó.

La leona estaba realmente enfadada. Esta vez sí que lo estaba. En otras ocasiones le había gritado un poquito, pero se le pasaba enseguida, especialmente si el león le separaba un buen pedazo de carne de la última pieza y se lo comían juntos (el hígado en particular le encantaba). Después la dejaba dormirse con la cabeza apoyada en su abundante melena. El león sabía que normalmente ella se calmaba así. Pero en esta ocasión el enfado era monumental. Probablemente no sería suficiente con un trozo de hígado, ni siquiera con el hígado entero. Y efectivamente, ella se fue a dormir sin cenar... junto a los cachorros, dejándolo a él solo en el árbol bajo el que había estado tumbado todo el día.

Por primera vez desde que se casaron, la situación empezaba a ser preocupante. Su imagen pública no podía permitirse un descalabro semejante. Tenía que actuar deprisa, antes de que se complicara más. La primera medida sería prohibirle que fuera a cazar en compañía de las otras leonas. Seguramente le habían llenado la cabeza con estas tonterías. A continuación subiría a lo alto de la roca y rugiría durante un buen rato. Tenía que demostrarle a todo el mundo que él seguía siendo el rey. Y con estos pensamientos, imaginando cómo los pondría en práctica al día siguiente, se durmió plácidamente.

El sol hacía rato que se había levantado cuando lo despertó un olor familiar: era su amigo el león del valle de al lado, que venía a hacerle una visita.

- ¡caramba, tú por aquí! Hacía tiempo que no te veía. ¿Cómo te van las cosas?
- No muy bien, la verdad, - dijo el visitante.
- ¿Y eso?
- ¡Me ha abandonado! ¡mi leona me ha abandonado!. ¡ A mí! ¿Te imaginas? Llevaba unos días con el morro serio. Decía cosas raras, en fin, tonterías que a veces sueltan las hembras cuando eres blando y les dejas decir cosas. Porque no se puede ser blando, ¿sabes?, si no, te pierden el respeto, y se creen importantes e imprescindibles. Total, para cuatro antilopines que cazan, porque tampoco te creas que se matan mucho corriendo. Se pasan más tiempo afilándose las uñas que utilizándolas. En fin, ahora da igual. Se ha marchado con su madre. Lo más grave es que se ha llevado a los cachorros.
- ¿Y que piensas hacer?
- Todavía no lo he pensado, pero estoy seguro de que haré algo, no sé... algo.
- ¿Algo?
- Sí, algo muy gordo. De momento, si no tienes inconveniente, me quedaré con vosotros una temporada. Necesito reflexionar. ¿A tu hembra no le importará verdad?
- Pues ahora que lo dices, quizás arrugue el morro un poquitín. Pensándolo bien, tal vez no sea muy buena idea, lo de que te quedes. Ella también está un poco rara desde hace algún tiempo, ¿sabes?
- ¡Vaya, esto parece una epidemia!. En fin, lo he comprendido, no te preocupes por mí, ya me las arreglaré. No quiero ser un estorbo. Ya veo que en tu casa los bigotes no los llevas tú.
- No te lo tomes a mal. ¿Qué quieres decir con eso de los bigotes?
- Nada, nada. ¡Ya nos veremos!

Mientras su amigo se alejaba, el león se quedó pensativo. La experiencia de ser abandonado de aquella manera debía de ser amarga. También le podía pasar a él. Tenía que calmar a su hembra. Tal vez cediendo un poco a los deseos de ella y ayudándola. ¡Eso! Cazaría algo para ella. Eso no significaba ser blando. Era... una cortesía, una muestra de cariño. ¡Cazaría esa misma tarde un magnífico antílope!.

O mejor, lo cazaría mañana. Ahora, estaba tan bien a la sombra del arbolito que valía la pena echar una siestecita...

lunes, 7 de junio de 2010

Tentación

Por la mañana, para llegar al trabajo sin retrasos, prefería tomar la autopista. Pero cada noche, volvía por la carretera de la costa. No era una distancia muy larga, unos 20 kms, y aunque me conocía cada semáforo, cada casa, cada cruce, siempre descubría detalles nuevos que me hacían el trayecto más entretenido hasta mi casa.

Las luces de neón del Capri, el club de alterne, siempre me invitaban a desviar la mirada. Obviamente no podía ver el interior, pero en el aparcamiento se distinguían los coches de los que habían decidido hacer allí un alto. Sentía curiosidad por saber quienes paraban. A veces, salía algún cliente con su coche del aparcamiento cuando yo pasaba. Intentaba cederle el paso, no tanto por cortesía, sino para poder mirarle la cara, y ver si lo conocía. Por alguna razón, esperaba encontrar a alguien conocido y acceder así a su inconfesable secreto.

También, desde hacía pocos meses, a la altura de la gasolinera, me cruzaba con algunas chicas que buscaban clientela al amparo de la oscuridad de las calles adyacentes. Inconscientemente, aminoraba la velocidad y las miraba de reojo. Bueno, si no venía nadie detrás, levantaba el pie, y me fijaba más, - menudo cuerpo aquella morenita- pero sólo lo justo hasta llegar a la rotonda, porque no era plan despistarse y tener un disgusto, que todavía estaba pagando el coche.

Tenía pensamientos contradictorios, siempre los mismos, a toda velocidad mientras conducía lentamente. Por un lado lamentaba que se vieran forzadas a dedicarse a esa actividad. Porque pensaba que lo hacían forzadas, sino, cómo iban a estar pasando frío vestidas –era un decir- con la miniminifalda que dejaba todas sus nalgas al aire, esperando que un tipo seboso y apestando a alcohol les propusiera cualquier guarrada. Pero por otro, imaginaba morbosamente qué podía ocurrir si paraba. Nunca había estado con una prostituta. ¿Qué le diría?. Tal vez no todas lo hacían obligadas, alguna habría que había elegido su actividad, y además yo no era un tipo seboso, me cuidaba y no apestaba a alcohol. ¿Y el precio? ¿Y el lugar? ¿Y si alguien me veía parar?. Demasiadas dudas para resolverlas antes de llegar a la rotonda. Como cada día, cedí el paso a los que venían, y continué mi camino.

Al llegar, Margarita estaba, como siempre, muy cansada. Me recordó que tenía reunión de vecinos, malditas las ganas que tenía de bajar!.

La reunión de la comunidad de vecinos fue como siempre, mal. Ya, ni sabía porqué iba. Poner orden en aquel gallinero se había convertido en una tarea titánica, por supuesto, fuera del alcance de presidente de turno, Carlos, el estirado del 5º 1ª. Pospusimos la votación sobre el arreglo de la fachada hasta la semana próxima, confiando en que los ánimos estuvieran menos caldeados. Carlos, adalid de la solidaridad y la justicia, había intentado, sin éxito, convencer a los vecinos de la parte de detrás que la fachada también era cosa suya. Mientras tanto, mi única forma de aislarme fue permitir que mis pensamientos volaran hasta la morenita de la gasolinera.

[...]Un par de días después hice una tontería. A la altura del Capri aquel tipo al que le cedí el paso salió muy lento (le miré, tampoco lo conocía), casi me obligó a parar, y en vez de continuar por la carretera, giré y me metí en el aparcamiento. Me sentía raro, realmente fue un impulso, no lo había previsto. Allí, entre los otros coches del club estaba yo, parado, luchando por decidirme a entrar. ¿Por qué? Para tomar sólo una cerveza, me justifiqué. Tenía sed. Era un sitio como cualquier otro, ¿no?.

Empezó a llover. Torrencialmente. Yo sin paraguas.

Entre las gotas y el vaho, casi no distinguía el exterior. Sólo el neón intermitente de la entrada, me indicaba el camino. En cuatro zancadas...Abrí la puerta, me puse una mano en la cabeza (total, para qué, me mojaba igual) creí ver alguien que venía, cerré la puerta ,empecé a correr, el otro venía, yo miraba al suelo, por los charcos, pero levanté un momento la vista –por si lo conocía- Carlos el presidente de la comunidad! Horror, me miró, hice como si no le hubiera visto, hizo como si no me hubiera visto, un par de zancadas más y adentro, bueno casi, la puerta se abría hacia fuera y me dí un leve coscorrón con el cristal

Estaba un poco descolocado. No miré  a nadie, llegué a la barra, pedí una cerveza, me la bebí como nunca me había bebido una cerveza, pagué, no contesté al saludo de una señorita que pensó que me quedaría un poco más y salí raudo hacia mi coche.

En mi casa, Margarita me dijo que estaba cansada mientras miraba un programa de televisión en el que todos gritaban. Le dije que no tenía ganas de cenar y me fui a la cama sin dejar de darle vueltas a la mirada esquiva de Carlos, a la cerveza y al saludo de la señorita que no correspondí. Tal vez, pensé, él también se había parado sólo a tomar una cerveza. Tal vez pensó él que yo me había parado a tomar algo más que una cerveza.

Un par de días más tarde, en la reunión de vecinos, Carlos balbuceaba sus argumentos sobre el arreglo de la fachada sin mirarme. Nunca había demostrado ser un orador brillante, pero en aquella ocasión su exposición fue patética. Colorado hasta las orejas -a los demás les debió de parecer que se esforzaba por estar convincente- prácticamente exigió que se votara a favor de los arreglos. Yo me esforzaba por contar las baldosas del pasillo de entrada con una devoción digna de mejor causa.

La votación fue mal. Los vecinos de detrás seguían sin enterarse que la fachada iba con ellos.

sábado, 1 de mayo de 2010

Patatas

-
- ¿Hay algo para picar? –preguntó Leo corriendo hacia la cocina.
- ¡Acabas de merendar! –le contestó su madre casi gimiendo, entre resignada y sorprendida, mientras cerraba la puerta de la entrada.

No obstante, Leo abrió el armario de la cocina, en un gesto automático.  Es cierto que al salir de clase le daban la merienda. Pero hoy daban aquella serie japonesa en la tele, y  había que entretener la boca con algo.

- ¿Me haces palomitas?
- ¡Como si no tuviera otra cosa que hacer! Y a tí, ¿no te han puesto deberes?
- Los he hecho en el cole (ojalá se lo crea). ¿Puedo abrir esta bolsa de patatas? (táctica de cambio de conversación para que no siga preguntando)
- Son para el domingo.
- ¡Sólo unas cuantas!. Tengo hambre
Si tienes hambre come fruta. ¿quieres una manzana?

Leo miraba a su madre con ojos de incomprendido. Las manzanas no son para mirar la tele. Las chuches, las galletas saladas, las patatas, los ganchitos, las palomitas, hay tantas cosas normales para aprovechar el tiempo mientras se disfruta de una buena serie manga, pero precisamente las manzanas, no.

O si no, te doy una zanahoria…

La cosa iba empeorando. De pronto Leo recordó que en la mochila tenía un chicle que le había dado Cristina cuando su cumpleaños. Era de mora. No le gustaban los chicles de mora. Pero en aquel momento, cualquier cosa era mejor que una manzana.

Corrió hacia el sofá. No quería perderse la música del principio de la serie. No entendía lo que decían, la letra era en japonés, pero la música era una caña. La iba tarareando, sin saber lo que decía…

- ….[…] akinori to moshimasuuu…….iiiaaaaaaaa  !!!!!!
- ¡Leo, no chilles!….- le gritaba su madre desde la cocina.

Nunca había entendido porqué sus padres le decían gritando que no gritara. ¿ellos podían y él no?. A fin de cuentas él no gritaba, sólo cantaba.

- na na naaaaa….na na….

Sonó el timbre de la puerta. Era tía Amalia.

- ¡Leo, cielo, mira quien ha venido!
….
- ¡Leo, dale un beso a tu tía! –la voz de su madre sonaba amenazadora.

Tia Amalia tenía una rara habilidad para presentarse en los momentos más inoportunos.

- Hola tía –la besó en la mejilla sin ni siquiera mirarla, mientras no perdía de vista la pantalla de la tele.

Su madre y su tía se pusieron a hablar en la cocina. Leo estaba absorto. Vivía intensamente las peripecias de los personajes. De hecho, él era un personaje más. Mientras, la pantalla se iba haciendo cada vez más profunda, más grande, más envolvente. Leo se sintió transportado al mundo manga. Era feliz. Ni se enteró cuando su tía se marchó.

Cuando la serie acabó, empalmó con otras tres. A continuación, un concurso. Cambió de canal. Otro concurso. Cambió de canal…

- Leo, lávate las manos y ven a cenar

Bueno, al fin y al cabo, el concurso no le interesaba mucho, pero como en la cocina también había tele, al menos se distraería mientras cenaba. Cenar sin tele resultaba de lo más aburrido.

- Mamá, ¡otra vez judías con patatas no!. Ya comí la semana pasada.

Su madre hizo como si no le escuchase. Le puso el plato, y, le recordó que se lo tenía que acabar todo.

- ¿Puedo abrir la bolsa de patatas fritas?
- Ya tienes patatas en el plato
- Pero son hervidas, no es lo mismo.

Resultaba increíble que su madre no viera con claridad la diferencia entre las patatas fritas y las hervidas. Definitivamente los mayores tenían el paladar atrofiado. ¿Cómo podían disfrutar de las patatas hervidas?. Cogió el mando para cambiar el canal y poner uno de los concursos.

- Leo, no te distraigas y cómete la verdura

Precisamente lo que quería era distraerse, olvidarse de lo que había en el plato. El concursante falló. La gente gritaba. Era divertido oirles gritar. Había programas aburridos en los que nadie gritaba. Pero este concurso era genial, los concursantes acertaban y la gente gritaba, fallaban y la gente gritaba. Leo pensó que cuando fuese mayor iría a un concurso a gritar, sin su madre, claro.

- Mamá, no quiero más.
- ¡Pero si no has comido nada! Venga, cómete la verdura de una vez.

Se llenó los carrillos y masticó un poco, compulsivamente, intentando tragar con rapidez para acelerar el mal rato. Debió de ser que se le fue por el otro lado, no lo pudo evitar, se atragantó un poco, lo suficiente para que le viniese un ataque de tos que le hizo escupir todo lo que se había metido en la boca, y de la tos, pasó a una sensación de náusea irrefrenable…

- Mamá, tengo ganas de vomitar..

Prácticamente no acabó la frase, y ante los ojos sorprendidos de su madre, y mientras la gente del concurso seguía gritando, Leo demostró que la verdura y él eran incompatibles, y de paso, que el lavabo estaba demasiado lejos de la cocina.

- Hijo mío, ¡mira cómo lo has puesto todo!
- Mamá, me encuentro mal –no se le ocurrió ninguna excusa mejor, pero debía aprovechar el momento de desconcierto, porque si no, ella era capaz de ponerle otro plato de judías verdes.

Fuera la ropa, directo a la ducha, y después, a la cama. Al cabo del rato, el estómago de Leo, todavía despierto, se quejaba amargamente.

- Mamá…tengo hambre. ¿Puedo comer unas pocas patatas?

Afortunadamente su madre no le oyó. Leo se durmió deseando ser mayor para poder comer todas las patatas que quisiera mientras veía su serie favorita sin interrupciones.